Los franceses ya están aquí
Hoy se cumplen 200 años de la
toma de Puerto Real; El Puerto caería un día después y Chiclana el día 7 · El
general Víctor encuentra a su entrada un pueblo que ha destruido todo lo que le
pudiera ser de utilidad
HILDA MARTÍN GARCÍA, HISTORIADORA
DIARIO DE CÁDIZ. 04 Febrero, 2010
- 05:01h
SOBRE un terreno llano, rodeada
de árboles frutales y de huertos en tanta extensión que sobraba incluso para
exportar a Cádiz y San Fernando, aparecía la villa de Puerto Real. Suertes de
olivos, aunque con una aceituna endeble no capaz para buenos aceites y con una
producción de legumbres y trigo justa para el consumo, se mostraba como una
ciudad hermosa, envuelta en una luz única. Los molinos de Ossio, de Don Blas y
Guerra, movidos por las aguas saladas de los caños, competían en la molienda
con el de la Goyena, más cerca del pinar y acogido a las aguas del río San
Pedro.
La vista desde los Carretones en
el camino del arrecife hacía el Puerto de Santa María impresionaba por la
magnitud y esplendor de la distancia, tan cerca, al frente, la Carraca y la
Isla de León, y en la lejanía, Rota y El Puerto.
Los barcos se aprovisionaban de
agua para llevar hasta Cádiz en el mismo muelle construido de cantería, agua
que provenía de la fuente del Rosalejo a dos leguas de distancia. La plaza Real
o del Ayuntamiento, la de la Iglesia, la de Jesús, la de los Descalzos y de la
Victoria y la de San Telmo, la iglesia prioral de San Sebastián, la de San
Francisco y el hospital de la Misericordia, configuraban una ciudad en
crecimiento apegada al mar y a las blancas salinas.
Una ciudad que ya trabajaba en el
metal y en la fundición a finales del XVIII, la fábrica de planchas de cobre y
clavazón de buques, que levantó Du Serré, caballero de la real Orden de San
Luis, para paliar las demandas del Arsenal de la Carraca que ocupaba a hombres
de la población es prueba del apogeo económico de la villa.
Los gritos de los vendedores de
pescado, frutas y carnes en las tablas del mercado improvisado en la plaza de
Jesús. La casa consistorial, la cárcel y los pósitos de granos, daban presencia
de una ciudad viva. El olor a encurtido de la fábrica de pieles se mezclaba con
el olor de las casas donde se hacía buen queso que se vendían en los pueblos
cercanos.
Las Luces de este siglo y la
preocupación de hombres deseosos del progreso de la villa, les llevó a fundar
la Sociedad Patriótica de Amigos del País a la forma y manera que en otras
muchas ciudades de la Corte, favoreciendo la educación y los avances en la
agricultura y la industria.
Y los barcos, en un terreno llano
de labor y monte bajo lleno de marismas inmensas y de salinas sorteadas por
casas encaladas y robustas, se dejaban reposar sobre el Trocadero, que metía
una porción de tierra en la bahía y quedaba aislada por el caño. Allí,
majestuosos de soberbia por el continuo trabajo estaban los careneros a una
legua de Puerto Real, abierto en dos ramales, uno navegable hasta la ensenada
del pueblo y el otro, más tímido, solo permitía el paso cuando había pleamar y
los faluchos se atrevían a cruzarlo.
Las compañías de Filipinas y de
La Habana, poseían hermosos y espléndidos almacenes donde no faltaba nada, sin
olvidar los de otros particulares que se enriquecían del comercio. Incluso un
pequeño arsenal para fragatas dependiente del de la Carraca y una espaciosa
caldera para las urcas de la compañía filipina.
Al otro lado, Matagorda, sobre un
terreno compuesto de cascajo, arena y lodo, que quedaba cubierto con la pleamar
y que cuando las aguas bajaban quedaba unida por una calzada con Puerto Real.
Un siglo que acaba con una
población, según recoge el padrón de 1798 de dos mil novecientos noventa y dos
vecinos, doce mil novecientos cuarenta y cinco ciudadanos, de ellos mil
quinientas mujeres, mil cuatrocientos noventa y un hombre, doscientos
veintiocho niños y doscientas cincuenta niñas. Ciudadanos que soportarían en
apenas unos años los embates de la guerra.
Esa tierra en la que se asentaba
la Algaida, el Trocadero, Matagorda, el pinar de las Canteras, las iglesias,
los conventos, las haciendas, era Puerto Real, el pueblo que sirvió de
aprovisionamiento continuo a cuantos quisieron expoliarlos. Destruida por la
invasión anglo-holandesa, en plena guerra de Sucesión, por las tropas de
ocupación francesa y utilizada como almacén de aprovisionamiento por Riego en
1820.
Durante el siglo XVIII, el paso
de la Casa de Contratación a Cádiz en 1712 favoreció la llegada de una nobleza
inferior o de burgueses que habían adquirido títulos y que compraron tierras y
casas solariegas y se asentaron en Puerto Real. El tráfico comercial trajo mano
de obra tanto a la construcción naval como a la construcción de las
fortificaciones de Matagorda y Fort Luis. De sus canteras salió la piedra
ostionera para las obras de Cádiz y Sevilla y el más de un millón de estacas de
sus pinares para los cimientos de Matagorda. Obras civiles y militares, que
embellecieron la villa y que significaron un empuje para la actividad comercial
y cierta expansión económica que favoreció la construcción de infraestructuras
como el puente de barcas del ríos San Pedro, fuentes, mercado de abastos e
iglesias como la de San José.
Pero el siglo XVIII finaliza con
una situación bien distinta de la villa. Una ciudad a la que ha llegado huyendo
parte de la población gaditana sitiada por una flota inglesa en 1797. El
hacinamiento y las fiebres gaditanas llegan a la población y la epidemia se
extiende. La iglesia de San Benito, construida por cuenta de Don Pedro Martínez
de Murguía, para rendir culto a los difuntos albergará el nuevo cementerio,
fuera de la ciudad, en un lugar apartado donde el contagio fuera el mínimo.
A finales de 1809, España entera
quedaba bajo la bota francesa, el único lugar libre era Andalucía. En diciembre
de 1809, Soult escribe: "En ningún momento, desde el comienzo de la Guerra
de España, las circunstancias han sido más favorables que las presente para
entrar en Andalucía"
El 20 de enero, el ejército de
Napoleón atravesó los pasos de Sierra Morena. Sebastiani entró en Jaén el día
23. El día 24, el general Víctor en Córdoba. El 28, el mismo Sebastiani entra
en Granada. El 1 de Febrero, Víctor entra triunfante en Sevilla mientras
repicaban las campanas. El 4, llegan las tropas a Puerto Real, el 5, al Puerto
de Santa María y el 7, a Chiclana. Una fuerza de sesenta mil hombres habían
entrado en Andalucía. Víctor sitúa la línea del sitio entre Rota, el Puerto,
Puerto Real, Chiclana y el poblado de Sancti Petri.
Alburquerque tomó la decisión de
proteger Cádiz e inició la marcha hacia el sur perseguido por los dragones
franceses. El ejército de Extremadura a su paso destruyó todo cuanto podía
serles útil a las tropas francesas, almacenes de grano, puentes y defensas, lo
que colaboró a la miseria de los ciudadanos que quedaron en la población
puertorrealeña. Las tropas francesas establecen su campamento en el pinar de la
Algaida, mientras que el general Víctor fija su centro de operaciones en El
Puerto de Santa María, y solicita el reconocimiento de José Bonaparte y la
rendición, a lo que la Junta local contesta: "La ciudad de Cádiz, fiel a
los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que a Don Fernando VII. Cádiz,
6 de febrero de 1810 Francisco Javier de Venegas».
El territorio francés conquistado
queda dividido al modo francés, con prefecturas y comisarías. La prefectura del
Guadalete, con capital en Jerez, absorbe los pueblos de la Bahía. Al frente,
comisarios que juramentaron a favor de Bonaparte por enriquecimiento personal,
como dice Toreno, o por salvar la vida, hombres de ideas afrancesadas que no
dudaron en abandonar al monarca español Fernando VII. Pero esta acogida
favorable a los franceses por parte de las autoridades locales fue
desapareciendo ante las férreas medidas que se les imponía al pueblo
puertorrealeño, encontrar suministros, hospitales, lazaretos, alojamientos y
medios económicos, que dejaron extenuados a una población desolada. Los hombres
jóvenes en edad de luchar se fuera de las ciudades, familias destrozadas,
robos, violaciones tanto por los franceses como por algunas partidas de
guerrilleros y desertores. Iglesias y conventos expoliados, destruidos y usados
como establos. Casas confiscadas por los alojamientos forzosos, las mejores
viviendas para los oficiales; el resto, con todo lo que éstas contienen -ropa,
menaje, comida y animales-, para la tropa: "Todos los individuos tengan la
puerta de sus casas abiertas y francas para admitir gustosamente a las tropas
francesas"
Los suministros y las contribuciones
se convirtieron en la labor fundamental del regidor de la villa. Establecer
almacenes de harina, leña, vino, aceite, vinagre, carne, pan, cebada y paja
para los ejércitos de ocupación y procurar que se guardasen los granos
suficientes como simiente para la próxima cosecha. Bestias grandes y pequeñas,
carretas, piedras de molino, colchones, camas, hilas, pieles, jergones y
mantas. Interminable la lista de productos requisados y pedidos de forma
continúa por la Junta de Subsistencia, la mayoría de las veces bajo la amenaza
y la tortura.
Perder la intimidad y la vida,
sentirse forzados a los espectáculos de toros, ferias y salidas procesionales,
juramentos de fidelidad por los que se sienten desprecio, fueron parte del
sometimiento. Cuando la guerra termina, más de trescientos mil españoles han
muerto, la mayoría hombres jóvenes incapaces ya de crear un proyecto nuevo para
una nueva España.
El protagonismo que merece en el
episodio constitucional del Doce es el de la muestra de valor y coraje, aguante
y capacidad de resistencia demostrado en aquellos días en que se convirtieron
en el campo de batalla, en el escenario bélico que mermó su población y su
economía. Hombres de bien que no han sido bien tratado por los recuerdos.
Puerto Real fue el límite de la
defensa. El destino o las propias fortificaciones dejaron a unos dentro y a
otros fuera de la vida. Unos aplastados por los feroces enemigos y a otros
aunque sitiados, ocupados en la política y sin los agravios de verse obligados
a sobrevivir.
Porque, seguramente, el lugar más
terrible de la guerra, el escenario más triste, es aquel en el que el enemigo
se asienta, para sacudir y asediar a otros pueblos cercanos. Esa tierra
ocupada, zona cero y límite entre la libertad y el dominio, soporta todas las
embestidas. La de la frustración de los que atacan una y otra vez a las
ciudades que quieren ocupar, y la de la presión de los propios ocupados que ven
que en nombre de no sé qué ideología liberal, arrasan, destruyen y dejan a la
población en la más absoluta de las miserias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.